La idea del teatro*
Miguel omero Esteo
1990
Voy a escribir unas cuantas líneas sobre mi personal idea del teatro. De mi teatro al menos. De éste no hay por ahora casi documentación ninguna al respecto, y los escasos estudiosos que le dedican algo de interés se encuentran con el panorama de que referente a mi obra apenas sí hay bibliografía a la que hincarle el diente, algo en algunas historias de la literatura y del teatro, y para de contar. En realidad, todo el estímulo que mi obra teatral recibe de la España oficial tanto en el franquismo como en la democracia es casi prácticamente cero.
Desdramatizando, el país es así. Hacia el final del franquismo algunos adolescentes consiguieron trucarle alguna obra mía a la odiosa censura franquista, un par de obras en concreto, las representaron en teatro de catacumba o cosa similar. Y de ahí otros casi adolescentes hicieron colar mi obra en las historias de la literatura española y en las historias del teatro español. Y prácticamente no hubo más. Lo cual evidentemente tampoco está mal del todo. El país oficial era en gran medida el compadreo de los compadres de turno, y el estar lejos y fuera de los compadrazgos era una especie de honor inmerecido. La cosa de ponerme yo a escribir teatro fue sobre poco más o menos lo siguiente. Era yo entonces todavía demasiado joven e inexperto. Tras haber pasado un año en Inglaterra gracias a una especie de beca, funcionando tranquilamente de organista en una modesta iglesia de barrio, escribiendo poemas en inglés, viviendo igualmente en inglés amores algo tormentosos, de vuelta ya luego a la península horrorosa mente ibérica. La verdad es que me ahogaba un poco en Madrid con la cosa de la cultura porque el Madrid fascista era más bien bastante aldeano. Con sucesivos trabajos un poco a lo que caía -ayudante de contabilidad, pinche de cocina, etcétera- me iba pagando yo mismo los estudios en la universidad, porque, la verdad, ya tenía bien claro que el país era una plasta de estamentos bastante cruel, y que o me pagaba yo mis estudios o no iba desde luego a pagármelos nadie como es lógico. A ratos perdidos me puse a escribir una primera obra de teatro en un tipo de escritura en la que me encontraba cómodo, y que yo dominaba por haberla estado empleando para escribir poemas en el ya remoto colegio del bachillerato cuando era el defensa central del equipo de fútbol del colegio, y al tiempo el poeta de vanguardia en el colegio por escribir poemas algo crueles con lo del escribir poemas más bien tomándomelo a broma.
Era el psico-desmecanizar la escritura de un poema o algo así. O un poema como artefacto con la manipulación de las palabras y de las frases en base a trucos de desgaste semántica que al reiterarlas o las intensificaban o las vaciaban de significación, y las desdibujaban siempre al menos. Puesto que la poesía -y luego el teatro, y luego la vida en general- me parecían verborreas, asumir la verborrea -el vicio capital- como virtud de base y de partida. Desde otra perspectiva, era el aplicarle al asunto principios de composición musical. Y por vía de ambas cosas desmecanizarme y des-automatizarme en torno a unas ideas o un estado de ánimo, eso era el poema. En gran medida, éste al resultar así bastante anómalo, resultaba igualmente bastante teatralizado en la práctica. Y así como yo me des-psicomecanizaba tranquilamente, me parecía obvio que igualmente resultaba luego des-psicomecanizado el lector, libero de sus mecánicos automatismos caracteriológicos lo mismo que al escribir el poema yo me había liberado de los mismos. Por vía de artefacto poético la psicodesmecanización era un truco en el que lo que debiera estar en superficie resultaba sumergido, y lo que debiera estar sumergido afloraba desvaídamente en superficie. Una especie de deconstrucción, si dicho en terminología actual. Y en la práctica, la utilización sistemática de vicios lógicos, semánticos, vocabulares y estructurales. O disfuncionalizar sistemáticamente, toda disfunción es libertad. Y creatividad. O la lógica de la paradoja, que es la lógica de la complejidad de lo real. El desorden fundamentando y generando el orden, y el orden degenerando y fundamentando el desorden. O en la práctica, las disfunciones fundamentando y generando la funcionalidad, la desestructuración fundamentando y generando la estructura, la desemantización fundamentando y generando el flujo semántico. O la deconstrucción fundamentando la construcción. O en menos palabras, lo informal fundamentando y generando la formalización. La no-forma genera la forma. Cada texto como una implosión-dispersión de signos en superficie, en la que cada lector o espectador se abriera camino por sí mismo -lo mismo que yo me lo iba abriendo al ir escribiendo el texto- y dejara ya de andar teledirigido y teleprogramado de la mano del discurso general social y lingüístico, o no menos teledirigido y programado desde la mano de algún grupo social o desde la mano del autor dramático o poeta. En la base de todo esto estaba el hecho de que, si no se genera un nuevo lenguaje, ya sabemos que son asimetrías, vicios. De algún modo, y con ello, la asimetría fundamentando la simetría -como en la música estocástica- y los vicios estructurales, textuales, semánticos utilizados sistemáticamente como virtudes y como fundamento. De algún modo, así los han venido utilizando sistemáticamente tanto la poesía de arte grande como la música de arte grande -que se han tomado siempre muy en serio lo que etimológicamente implica la palabra arte– y les ha ido muy bien. De alguna manera, y con ello, re-poetizar en sus mismos fundamentos el arte del teatro, o al menos intentarlo. Lo malo es que todo ello implicaba el contraponer brutalmente todo tipo de géneros teatrales y de lenguajes. Insertar el lenguaje popular en el lenguaje culto, por ejemplo. O insertar estructuras laxas unas dentro de otras como cajas chinas. Y demás trucos de la proliferación lingüística. Lo cual estaba rigurosamente prohibido desde el doctrinarismo de la época. Y desde estos doctrinarismos al utilizar todos los recursos que yo utilizaba caía en el esteticismo -el tratamiento literario del texto teatral los exasperaba- y en el cosmopolitismo, el barroquismo, y el populismo por los gruesos componentes de fiesta popular y de lenguaje popular que llevaban mis obras. Una de ellas, prohibida por la censura dos o tres veces, se publicó clandestinamente. Los denominados nuevos autores la compraron y la leyeron. Y se la tomaron a broma, les parecía políticamente inviable por incurrir en los anatemas de lo prohibido tanto desde la derecha como de la izquierda. Y no menos teatralmente inviable. El más osado de ellos hacía unos textos surrealistas de discursividad lineal y lenguaje culto, no anatemizables desde el doctrinarismo en virtud de la algo remota unión de marxismo y surrealismo en los años veinte. Pero luego, al colar los adolescentes en la censura franquista un texto teatral mío y escenificarlo resultó que no sólo era teatralmente viable sino que era virulentamente teatro furioso y teatralmente implacable, o algo así. Era el año 1972. Vista la virulenta eficacia teatral de mi personal forma de concebir la teatralidad, luego algunos se dejaron de surrealismos y de teatro del absurdo y demás blanduras y se pasaron a escribir teatro más o menos en zonas en superficie algo cercanas a la mía, o en claves en superficie algo cercanas a la mía. Luego, yo entré en el silencio. Y así hasta hoy.
O en suma, cada uno hace lo que puede, claro está. Pero también lo que quiere. Y visto está que yo no podía hacer otra cosa que lo que hacía, y que era lo que quería, arrimarle a la escritura de textos de teatro mi personal poética de escritura cruel, lo mismo que a los poemas de futbolista en el colegio en los que la poesía como institución era sometida a un corrosivo tratamiento intencionalmente antipoético al fondo y que paradójicamente resultaba en mayor densidad poética. Del mismo modo con el teatro como institución -institucionalización del fraude en la práctica, salvo excepciones- someterlo a tratamiento corrosivo en lo que estaba allí a mi mano, los textos teatrales que yo escribía. Porque la desmecanización y desautomatización del texto teatral no eran a fin de cuentas más que tratamiento corrosivo. Y en gran medida, volatilización o dinamitación de los signos de identidad teatral, que al fin y al cabo caracteriológicamente los signos de identidad no son más que automatismo y mecánica. Y de otro lado, la idea era que, puesto que la teatralidad no es más que anomalía liberatoria en profundidad, por qué no aplicársela sistemáticamente al texto de teatro, a la estructura y textura de un texto de teatro e incluir así en los mismos textos -y en los espectáculos resultantes- una crítica al teatro como institución fraudulenta y desteatralizada -desnaturalizada- en la que no se sabía muy bien ya de qué iba ni de qué venía. Y una crítica en profundidad a tumba abierta, sobre poco más o menos, desertando de los manuales de psicología y de sociología al uso, al uso y abuso teatral, sino que igualmente de los manuales de facturación del teatro, y de los manuales de formalización del teatro. Un tratamiento cruel desde lo micro a lo macro, y sin perdonar ripio. Estructura invertida, la trinidad exposición-nudo-desenlace diluida a todo lo largo y en desequilibrio invertido, golpes de información expositiva retardada implosionando el desenlace, la acción dramática sumergida y parasitada de acciones físicas peripeciales, y el desarrollo progresando no horizontalmente hacia adelante sino verticalmente hacia abajo, ganando cotas de profundidad, con crueles insertos de lirismo delicado en situaciones chabacanas, e insertos de ripios chabacanos en el corazón de los momentos nobles y solemnes, la superficie corroyendo la profundidad, y viceversa, e implosionando de ira los núcleos constitutivos de la teatralidad prácticamente al menor descuido. Con lo cual el espectáculo teatral como simulacro -y el texto que yo escribía ya era en sí un espectáculo teatral muy formalizado al detalle- se implosionaba de simulacros multiplicados en casi todos los niveles, y eran especie de máscaras la estructura y la textura, y eran especie de máscaras las psicologías de los personajes, normalmente especie de críptooligofrénicos algo pasmarotes y muy psicomecánicos.
O en otras palabras, la mera apariencialidad hueca iba ganando en espesor, al tiempo que con tantas oquedades encima el fondo del asunto -normalmente una meditación crítica algo heterodoxa en tomo a un punto central- iba ganando en virulencia. De algún modo, a una sociedad cuyo fundamento parecía ser el simulacro -esa me parecía que era la real realidad del asunto, incluido el teatro como institución simulacro- yo le respondía insertando ese hueco fundamento en el mismo corazón de la escritura teatral, yo era un joven bastante radical entonces. De ahí que tal vez el único texto teatral mío con el que me identifico a fondo sea el texto modestamente teórico titulado Prontuario del teatro amateur. Y aquellos hoy algo remotos textos teatrales míos algo primerizos, la sistemática irrisión y escarnio de la sociedad fascista, y del teatro como institución por la tal sociedad muy condicionado. O dicho de otro modo, la escritura de una gran simplicidad y de algo de leve lirismo es mi escritura más auténtica, y todo lo demás no es más que literatura. Literatura teatral en el caso de mis textos teatrales, más teatralizados y más teatrales mientras a mayor tratamiento corrosivo sometidos los tuétanos de la misma teatralidad. De algún modo, creo que toda aquella escritura teatral mía era a modo de antipoética escritura poética bastante torturada, o meramente distorsionada en los momentos más blandos. O escapar de la automática y psicomecánica tiranía del discurso lingüístico social general ocultamente vehiculada en la inercia matérica del lenguaje como inicialmente materia de estructura y textura. Nos habitan lenguajes muertos como inercias de muerte, y que en sus ocultos niveles de estructura y textura fundamentan sus prisiones, y en esos ocultos niveles de estructura y textura siempre van de oculta psicomecanización y psicoautomatización, y siempre quedan tranquilamente a salvo. O al menos, eso era lo que a mí me parecía entonces de todo el asunto. Lo dicho, era yo entonces bastante radical, y bastante joven e inexperto, y tal vez un poco feroz. Luego, con los años, va ganando uno en experiencia, y se van pasando las ferocidades de la juventud. De otro lado, la vida no había sido blanda conmigo sino que muy dura, si es que no durísima, y yo lógicamente no estaba entonces como para blanduras. Me asombraba de los fraudes, y por vía de virulencia quería comunicar mi asombro. A diferencia de la sorpresa, que es cosa blanda y propia de ingeniosidades, el asombro es propio de magnitudes amplias como un paisaje de altas montañas por ejemplo. Y el asombro es duro, y de corazón diamantino. A viva la percepción, fomenta las ganas de exploración, autoactiva el cerebro. El asombro -asombrarse es ponerse uno en la sombra, anularse de protagonismo y ego narciso- nos psicodesmecaniza, y nos psicodesautomatiza, y de ahí el que sea la clave de los golpes poéticos, o la clave de la creatividad en profundidad. El asombro nos libera de los signos de identidad. De los signos caracteriológicos de identidad, y nos pasamos a lo otro -normalmente lo otro siempre nos resulta más o menos extraño o enemigo- con armas y bagajes. La clave de la percepción poética es vehicular asombro. Y todo esto por mi parte es un poco la idea del teatro. O al menos, la idea del teatro que yo escribía en los ya algo remotos años de juventud. A mí el teatro no me ha traído más que líos. Y para colmo, el famoso Premio Europa fue ese año por decisión del jurado un premio compartido, y al primer Diploma de Honor -luego también compartido- le largaban los eurócratas una cantidad en metálico, el segundo Diploma de Honor era el mío, por Tartessos. Pero en la entrega de los famosos diplomas lo desplazaron a posición cuarta, y el oficiante no quiso leer mi currículum no sé si para que no se descubriera el pastel. Un profesor de la Universidad de Berlín elevó al final una protesta a mi favor ante la mesa solemne de los eurócratas, por la descortesía. Todo lo cual me confirmó que el teatro en Europa no es más que materia de solemnes rituales huecos, como los que de joven yo escribía intencionadamente, y con ferocidad. Igual que de muchacho, casi el único teatro que me sigue gustando es el teatro colegial amateur en el que siempre al menos se salva la fiesta y el frescor.
O en otras palabras, o en el ámbito de la cultura abunda masivamente el fraude o yo soy demasiado exigente. O ambas cosas. Y retomando con lo dicho al comienzo, cada seis o siete años mi obra -porque publico algo un poco sigilosamente aquí en mi rincón de provincias- aflora muy brevemente y fugazmente en algún medio de información nacional, en alguna breve reseña, y luego vuelve a sumergirse rápidamente por otra serie de años. Pero incluso este breve emerger fugazmente le parece demasiado al país oficial, y agarra del brevísimo y fugaz aflorar para descalificarla desde la arrogancia del inquisidor de alma buena a ver si ya resulta hundida y abortada de una vez por todas. Acaba de suceder en una revista oficial del país oficial en la que oficialmente todos son loores para todos. No es un caso excepcional este proceder sino que casos así se dan en este país a millares, a cientos de miles. Al menos, dos o tres sucesivas generaciones de muchachos que en estas últimas décadas se lanzaron a la creatividad generosamente -poesía, teatro, etcétera- fueron sometidas a degollina nada más asomar. O el igualitarismo íbero es áspero y muy bello, al que algo o fugazmente destaca un poco, a degüello. La pasión íbera es la pasión de la navaja del barbero, y la pasión de la grisalla unánime y la creatividad tendiendo infinitamente a cero, como es en estos momentos el caso. La pasión de la pálida faz amarilla. Tengo la impresión -pero pudiera estar equivocado- de estar sometido a ello hasta ahora. Lo cual al fin y al cabo pudiera no ser más que un alto honor inmerecido. Y en este sentido normalmente vengo asumiéndolo. A lo hecho, pecho. A fanegas de piedra, anchas espaldas. Lo peor es que como ya desde el país oficial han recuperado oficialmente todo lo recuperable -los escritores del exilio, los escritores del concilio, los dramaturgos muertos y olvidados, los poetas traspapelados, los de derechas, los de izquierdas, los de mitad y mitad, los fascistas nobles, los malditos innobles, etcétera- parece que ya lo único que les queda es recuperar de las tentativas de aborto a mi pálida obra, que se ha quedado en solitario y la última en la fila de recuperables, no sé si por irrecuperable o por sencillamente intragable a todos los efectos. Ya alguien escribió que mi obra se había adelantado mucho a su tiempo. Lo cual es ideal porque así ya el país oficial se la puede apropiar y rentabilizar al tiempo que se apropia y rentabiliza honorablemente mi cadáver, y los mismos que no movieron ni un dedo por ella moverán entonces muchas manos a su favor a ver qué es lo que trincan. Los cuervos, y la necrofilia como endemia folklórica del país. No se ha generado mi obra desde el país oficial y para el país oficial. Ha nacido y se ha generado desde el país real de las gentes modestas y su oculta ira. Que se quede a perpetuidad en el país real que la ha generado. Para fiesta de las muchachas y muchachos del teatro amateur, por ejemplo. Estrecho el país oficial, ancho y profundo el país real. Lo dicho, a fanegas de piedra, anchas espaldas. Ancho es el mundo.
* Artículo de Miguel Romero Esteo publicado en Aproximación a Miguel Romero Esteo (introducción y selección de textos de Miguel Martín Rubí y Pepa Muñoz Gámiz), Málaga, Instituto de Formación Profesional «Miguel Romero Esteo», 1990.