Autocrítica. “Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación”

LA OBRA Y EL AUTOR 
Autocrítica*

“Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación”
Miguel Romero Esteo (1972)

Me dicen que tengo que escribir algo así como una autocrítica o cosa por el estilo. Bien, lo primero que me viene al magín es la enorme fuerza con la que, al escribir esta obra, se me impuso la imaginería de unos cocineros patéticamente diabólicos; calamitosamente diabólicos. Me acosaba la imaginería, me rebosaba. La verdad, al fondo de ello lo que hay es un mucho de documento. De experiencias, vividas, convividas, prácticamente autobiográficas.

Dos años aproximadamente fueron los que anduve yo trabajando en las cocinas del gran restarán. De ayudante de chef, en un pequeño cuchitril encristalado, frente por frente de las grandes perolas. Venía yo del mundo de la mística y de la música, insertarme de golpe en mitad del universo de las cocinas me resultaba poco menos que increíble. Eran las cocinas una casta aparte, un mundo cerrado. Desamparadamente psicópata como todo mundo cerrado. Había sus intrigas en serie, sus tensiones, sus revolucioncillas de palacio, sus luchas enconadas por el poder o por las migajas del poder. Vacante el puesto de jefe de sección de ensaladas y aperitivos, esta aparentemente poco significativa vacante podía sonsacarle al mundo de las cocinas un mar de fondo insospechadamente siniestro. Había también sus conciliábulos de jefes y subjefes cocineros para decidir si al pinche talo cual habría que aplicarle sanción o el santo rapapolvo de la admonición reglamentaria. Había también que llegaba a permitirse ciertas alegrías -todo estaba milimétricamente reglamentado- en la preparación y aliño las ensaladas y carnes, alguna innovación de cosecha propia recogida probablemente en sus años de Escuela de Hostelería o en las cocinas de algún hotel de muchas estrellas, de algún hostal de muchísimos tenedores. En realidad, ello socavaba las rutinarias sabidurías de los jefes de sección a los que tales alegrías les sentaban de repeluzno gordo.

Luego estaban también los cocineros y marmitones venían de los hoteles cosmopolitas y refinados, y echa pestes de nuestros espesos platos aborígenes. Procuraban escabullirlos -si es que eran jefes de sección- en las propuestas de menús, que había que presentarle diariamente al chef. Esto de escabullir los platos indígenas, claro está, nos sentaba a todos como cuerno quemado. Cerrilmente extranjeros, amamantados de la insípida cocina internacional, eran los clientes en su totalidad. Los que disfrutábamos los platos aborígenes éramos los indígenas, el personal de las cocinas y los camareros, en el almuerzo y cena al que teníamos derecho según las ordenanzas laborales del ramo de la hostelería.

Pero no todo eran tensiones y venenos. De sobremesa a media tarde improvisábamos a veces partidos de fútbol en la trascocina, inmenso espacio de linóleo maravillosamente encerado por el que, envuelto en su funda de plástico duro, se deslizaba a toda mecha el pavo congelado que hacía de balón. Algunos pinches nos alegraban otras veces la sobremesa a base de liarse del bulto en las mantelerías parodiamos teatro espeso y pimienta gorda, con escabrosidades y tenebrosamente aborígenes. En fin, el universo de las cocinas era una especie de mundo alucinante girando torno al chef. Por arriba, la dirección del restarán y los dueños como instancias incógnitas y remotísimas. De lado, el curioso mundo de los camareros y los maítres, mundillo pretenciosamente superior y finolis, y siempre listo a sobrepasarse rápidamente por un quítame allá esas salsas. Punto de unión entre esas altas instancias incógnitas y los niveles subalternos eran la subdirección -la llevaba un griego verrugo, y verdugo, que sí intervenía como árbitro en las intrigas y tensiones.

Delicada es la esfera de los subalternos. Incluso yo diría que muy, muy delicada. Tensiones que a nivel macrosocial son hasta cierto punto normales, en el mundo de los subalternos esas mismas tensiones pueden resultar poco menos que satánicas. Cogidos entre el olimpo y el mundo laboral, histérico y crispado ante la más mínima sombra de riesgo, el de los jefecillos subalternos resulta especialmente neurótico en el caso de estructuras cerradas y rígidamente estratificadas como el universo, de las cocinas. Al menos el que yo viví a fondo a lo largo de esos dos años. Por ahí va el hilo de esta especie de tragedia degradada y ritual. Pero lo cierto es que yo he tratado de escapar de una conflictiva miope, de una conflictiva cerradamente sociológica con sus personajes a modo de esperpento s en cartón barato.

Desde luego, en diagonal y hacia el fondo, el cuchillo va rebanando diversas capas conflictivas a nivel laboral, generacional, erótico-afectivo. Así, y hacia abajo, por todas esas capas más o menos superficiales, hasta llegar a ese núcleo infernal y blindado en el que habita ese insospechado psicópata que, de la mano con el retrasado, anda siempre alerta y en acecho allá al fondo de cada persona. De hecho, como en toda persona, hay en los personajes de esta paraphernalia un juego y laberinto entre pulsiones psicópatas y pulsiones no psicópatas, pongamos que normales, y queda siempre la sospecha de si serán precisamente estas últimas irremediablemente psicópatas so capa de normalísima normalidad. Luego está también el laberinto entre las pulsiones psicópatas más o menos domésticas y las terribles pulsiones psicópatas cuyo nombre todavía no conocemos, eterno substrato conflictivo infinitamente más profundo que las psicopatías que manipulan de todo corazón y buena voluntad los psiquiatras y los psicólogos. Mitad normal, mitad psicopático, todo este universo psíquico viene presionado y enmascarado por una superestructura de trampa y cartón. De cajas chinas sutilmente insertadas las unas en las otras, espesándose cada vez más a medida que van cobrando violencia en los personajes sus pulsiones más profundas.

De otro lado, y para tensar al máximo el complejo nivel anímico de los personajes, bofetadas y chafarrinones de teatro burdamente burdo, yuxtaponiéndolas o alternándolas con vetas de teatro delicadamente místico, noblemente religioso. Entre ambos polos límites los personajes van soltando máscaras y cáscaras, y espero que dándonos sus relámpagos más insospechados, más profundos. Confío en que el público vea la necesidad de yuxtaponer lo burdo con lo delicadamente religioso. Por mi parte no ha habido ni habrá la más mínima intención de anticlericalismos ni similares sino que precisamente todo lo contrario. Dígase lo mismo de alguna que otra pincelada burda, de algún otro momento grotescamente erótico, que vienen en función de dar luego más en profundidad las vetas delicadas. Para hacer subir del fondo de los personajes ese no sé qué de horrible, de espantosamente delicado y patético que nos revela todo el inhumano universo en profundidad, incluso todo el universo a secas, para eso la verdad es que no puede uno andarse bonitamente por las ramas.

En fin, que he tratado de escribir algo muy complejo, algo que abocará a un más allá de la sociología y la psicología, allí donde palabras y gestos se cargan explosivamente de terribles significados incógnitos o algo así. De la poesía en crudo, tal vez, puede que orillas de la metafísica y la religión, entendiendo estos términos en su sentido más hondo. Puede, pero en definitiva no lo sé. Puede que todo haya quedado en intentonas y pretensiones. Entonces, qué le vamos a hacer, otra vez será.

* Texto de Miguel Romero Esteo extraído del Programa del VI Festival de Teatro de Sitges (octubre de 1972)